miércoles, 26 de junio de 2019

La base de la vida


La base de la vida, científicamente hablando, es el carbono. Pero también el agua. Otros y otras, culturalmente hablando, consideran la música como la base de la vida. Continuando con estos postulados, socialmente hablando, el pilar de la pervivencia de la vida  y en especial de la vida humana  es la afectividad. Los seres humanos somos seres sociales que necesitamos el contacto y la comunicación con los otros y las otras. No hay vida psicosocialmente estable sin vida social.

No obstante, los seres humanos no somos los únicos seres sociales. Los perros necesitan de afectividad  incluida de la afectividad humana , así como los gatos, los lobos en manada, los leones, las ballenas, los primates y multitud de otras especies. ¿Hay alguna especie en la Tierra que sobreviva en soledad? Si hasta las hormigas trabajan en equipo.

Nos damos cuenta de que lo que realmente mantiene la estabilidad de una persona, su equilibrio, es la afectividad, independientemente de su forma y de su grado. La mayor parte de los casos de TOCs, depresión o ansiedad, tienen un origen social, una influencia que se puede localizar en el espacio social de la persona en cuestión. Un ejemplo de esto es el progresivo aumento de los trastornos depresivos en las últimas décadas, fruto, entre otros, de la atomización social, el individualismo y el aumento del estrés en las sociedades occidentales. Con esto no digo que los trastornos depresivos tengan como solución únicamente establecer relaciones afectivas, pero es parte, por eso es tan importante acudir a un psicólogo, que no es más que el establecimiento de una relación social – profesional, en este caso –. Una de las grandes enfermedades del siglo XXI, la cual supondrá  y ya supone  un reto humano, es la soledad.

Por lo tanto, el ser humano necesita de relaciones afectivas, las cuales se pueden dar desde en simples relaciones de amistad hasta en relaciones de pareja o de amor  alejadas radicalmente de los mitos del amor romántico , pasando por relaciones más sentimentales dentro de una amistad o en el hecho de consumar relaciones sexuales en el seno de una amistad.

En un mundo de ruido, de atomización, donde la gente ya no se mira a los ojos, un entorno social afectivo es un tesoro. Su constitución de manera consolidada, sana y estable supondrá un reto, y más en nuestras sociedades actuales. No obstante, los seres humanos siempre tratamos, por lo general, de establecer relaciones afectivas. Pero no hay que dejar la problemática del individualismo en soluciones individuales, no hay que olvidar que el problema es estructural y responde al establecimiento de nuestros actuales modelos de vida.

Por consiguiente, la base de una vida feliz está en el establecimiento de relaciones afectivas con los otros y otras. Escapar de la burbuja, del pozo hondo de la oscuridad más profunda, de los fantasmas del miedo que, en el fondo, todas y todos tenemos, pasa por la comunicación y/o el contacto con los otros. El escape de la monotonía, del derrumbe de los cimientos emocionales, del sinsentido de la existencia, está en la afectividad, en la vida social. Luchar contra las lágrimas de habitación, contra los espectros del pasado, para encontrar una luz entre tanta oscuridad, está en el apoyo de los otros. Es estúpido  e incluso causa rechazo  mantener una posición positiva cuando nada está determinado, pero el pozo siempre está abierto de cara al cielo. Porque cada semilla contiene la promesa de una flor.

domingo, 2 de junio de 2019

Masculinidad y violencia machista



La reafirmación de la masculinidad en los actos y en las acciones de violencia contra las mujeres, en un afán constante por demostrar hombría y por mantener el poder, es una prueba clara del vínculo que existe entre violencia de género y masculinidad, siendo la violencia machista una reafirmación de la masculinidad hegemónica. Una masculinidad muy arraigada en nuestro proceso de socialización que debe ser deconstruida y eliminada.

La conexión entre masculinidad y violencia se encuentra plasmada en los datos, donde “el 68,3% de las muertes en el mundo por lesiones son masculinas”, así como el 73,9% de las lesiones intencionales, el 64,8% de los suicidios, el 83% de las agresiones y de los homicidios o el 85,9% de las guerras (Casado, 2012: 23). Esta propensión a la violencia, así como la propensión a asumir mayores riesgos por parte de los hombres, está estrechamente vinculada con la masculinidad y la reafirmación de ésta, la cual “exige pruebas constantes” frente a los otros (García, 2010: 67), hecho que lleva a que se “asuman unos niveles de estrés e inseguridad que pueden explicar, entre otras cosas, la abismal diferencia entre las esperanzas de vida de varones y mujeres” (Ibíd.: 60).

La masculinidad se construye en contraposición a lo femenino, “el hombre será no ser femenino ni afeminado” (Ibíd.: 65), así como tampoco ser homosexual, hecho que “mantiene a todos exagerando las reglas tradicionales de la masculinidad, incluyendo la explotación sexual de mujeres”, ya que el sexismo  en referencia a la discriminación por sexo  y la homofobia están conectados (Kimmel, 1994). Unas exageraciones que llevan al riesgo, el cual es evidenciado empíricamente en los datos que aporta Elena Casado, profesora de sociología en la UCM, en su investigación sobre violencia de género. La masculinidad exige que se muestre “rechazo hacia aquellas personas o actitudes que se salen de la heteronormatividad” (García, 2010: 75). Esto es debido a que “el miedo de verse como un afeminado domina las definiciones culturales de virilidad”, y es por ello que la “antifemineidad está en el corazón de las concepciones contemporáneas e históricas” de la propia virilidad (Kimmel, 1994). Esta gestión de lo masculino requiere la reafirmación constante de la virilidad frente a los otros y, por lo tanto, la aprobación homosocial (Ibíd.). Una reafirmación de la masculinidad que lleva a la “exacerbación de determinadas características asociadas a una masculinidad en cierto modo desbocada”, lo que se conoce como hipermasculinidad (García, 2010: 74).

La masculinidad puede ser reafirmada a través de las formas que uno adopte, las posturas, el modo de hablar y, también, la agresividad. Por ello, por ejemplo, muchos casos de acoso escolar se relacionan con la demostración de hombría, siendo parte de la reafirmación constante que la masculinidad exige (Ibíd.: 75). Episodios de violencia en institutos, lugares de ocio, parques o entornos familiares son protagonizados mayoritariamente por varones. Por consiguiente, el indicador más evidente de la demostración de hombría es en el uso de la violencia (Kimmel, 1994).

Una de las formas de reafirmación de la masculinidad es en el ejercicio de la violencia de género o violencia machista. La violencia de género es una violencia en plural, ya que puede darse de manera física, sexual, institucional, económica, etc., así como en diferentes ámbitos de la vida social como las relaciones de parejas, en el entorno familiar, en espacios de ocio, en las fuerzas de seguridad, entre extraños, y en multitud de otras facetas y espacios donde se dan relaciones de género. Una violencia propia del género que responde a las formas de encarnación e identificación de género, así como de estratificación y de estereotipos. Estas relaciones de género son desiguales y, por lo tanto, jerárquicas, lo que requiere el empleo de la violencia para mantener dicha estructura de poder. Una violencia que, además, es ejercida por el varón, como sujeto que trata de mantener su poder y su masculinidad en el uso de esta violencia.

No obstante, es importante señalar que la estereotipación del maltratador puede llevar a confusiones a la hora de detectar una situación de maltrato, ya que los hombres condenados por violencia contra sus parejas o exparejas entrevistados por Elena Casado “no son más machistas, resistentes a los cambios o tradicionales que muchos de sus congéneres”, sino que en muchos casos afirman defender la igualdad entre mujeres y hombres (Casado, 2012: 6). Así mismo, la violencia no predomina en edades donde prevalecería el tradicionalismo, por lo que no existe una correlación entre la incidencia de la violencia machista y la edad de las personas implicadas, situándose la edad de la mayor parte de los agresores culpables de un asesinato a su pareja o expareja entre los 35 y 44 años y entre los 25 y 34 años la edad de sus víctimas (Ibíd.: 11). Esto destaca que la estratificación de género no es un asunto de tradición, sino una pieza clave en el orden social vigente.

Por consiguiente, el ejercicio de la violencia de género responde al mantenimiento del poder que otorga la masculinidad, ya que esta forma de violencia es “resultado de la desigualdad sustentada sobre una masculinidad hegemónica que se marca como canon y todo lo que no responde a esto puede ser sometido” (Babiker, 2018), lo cual se relaciona con la idea de dueñidad asociada a la masculinidad, donde las agresiones constituyen demostraciones de hombría.

En conclusión, la masculinidad hegemónica requiere ser reforzada y demostrada en un estado de constante visibilidad que reciba la aprobación homosocial, es decir, la aprobación de tus actos de masculinidad por parte de otros hombres. Requiere la reafirmación constante de la virilidad y la hombría en las formas de hablar, en las posturas o en el propio uso de la violencia y en la adopción de riesgos. Esto conlleva, por ende, la asunción mayor de riesgos por parte de los varones, lo cual está plasmado en los propios datos sobre defunciones, habiendo una mayor tasa de muerte masculina. No obstante, esta masculinidad entra en crisis cuando se cuestiona la independencia del varón, así como la dependencia de los otros hacia él, lo cual señala que ese sujeto no está “cumpliendo con el ideal regulatorio” (Babiker, 2018).

El varón trata de mantener su posición en las relaciones de género con el ejercicio de la violencia, siendo ésta una de las formas más evidentes de encarar la masculinidad. Este maltratador, además, responde a su socialización como sujeto a adquirir esa masculinidad hegemónica, por lo que, como señala Casado (2012), no tienen por qué ser perfiles más machistas que el del resto de sus congéneres, donde además los datos aportados por la socióloga evidencian estas afirmaciones. El modelo de masculinidad hegemónico se apoya en el uso de la violencia de género como forma de mantener el poder masculino sobre el femenino, siendo este tipo de masculinidad el canon a alcanzar por los varones, y donde el uso de la violencia machista es una demostración de hombría. Por consiguiente, todo esto requiere una revisión  por parte de nosotros, de los hombres  de nuestras actitudes y de nuestras acciones, así como un cuestionamiento de nuestros privilegios, ya que somos responsables de mantener estas estructuras de poder.

Bibliografía:

Babiker, S. (2018): “’Muchas mujeres se preguntan ¿por qué me ha pasado esto a mí si yo soy feminista?’”, El Salto, 25 de noviembre. Disponible en: https://www.elsaltodiario.com/violencia-machista/violencia-machista-entrevistaas-elena-casado.

Casado, E. (2012): “Tramas de la violencia de género: sustantivación, metonimias, sinécdoques y preposiciones”, Papeles del CEIC, (2), pp. 1-28. Disponible en: https://www.redalyc.org/html/765/76524825004.

García, A. A. G. (2010): “Exponiendo hombría. Los circuitos de la hipermasculinidad en la configuración de prácticas sexistas entre varones jóvenes”, Revista de Estudios de Juventud, (89), pp. 59-78. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3651001.

Kimmel, M. S. (1994): “Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina”, Masculinidad/es. Poder y crisis, Vol. 24, pp. 49-63. Disponible en: http://www.caladona.org/grups/uploads/2008/01/homofobia-temor-verguenza-y-silencio-en-la-identidad-masculina-michael-s-kimmel.pdf.